¿Qué onda el arte analógico en la era digital?
Leé hasta el final para conocer Barbies racistas hechas por IA
Estos días cumplí uno de mis sueños y finalmente me compré una bandeja de vinilo. He mencionado ya en los newsletter que de todas las expresiones del arte, la música siempre fue la que más me pudo.
Desde muy chico inclusive, cuando me pasaba muchas horas escuchando casettes con la luz apagada, pasando por mi primer reproductor de mp3 en mi adolescencia, luego el primer celular capaz de reproducirlos (mi amado Sony Ericsson W800), y hoy en día la omnipresencia de las apps en los distintos dispositivos que llevaron al declive tanto del soporte “mp3” en sí mismo como a la piratería en general.
Hablar de la superioridad en la calidad del sonido del vinilo es a la vez un sobreentendido —perdón si soy brusco pero creo sinceramente que tenés que tener problemas auditivos para no notarla— y un cliché muy snob, capaz de convertirte en la persona más insoportable en cualquier evento social.
¿Por qué hablo de esto en un newsletter de datos e IA? Porque me parece interesante hacer un cruce entre estas nuevas formas hipertecnologizadas de consumir arte, con las ansias de algo analógico que experimentamos algunxs de nosotrxs.
No se me ocurre otra forma mejor de explicarlo. Lo hablaba con mi amigo y asesor-audio-tecnológico de cabecera, un músico talentosísimo llamado Hernán Cirigliano, y los dos llegamos a la conclusión de que existe algo mágico en el hecho de que un pedazo de metal apoyado sobre un plástico agujereado que gira 33 veces y media por minuto de alguna manera sea capaz de emitir música.
Hay muchas cosas respecto de esta ya-no-tan-nueva cultura de consumo appificada que me parecen interesantísimas y que sólo podremos entender y analizar en profundidad cuando pasen aún algunos años más. Pero a la distribución de arte mediante apps, algoritmos y sistemas de recomendación, ahora se le suma la generación de contenido a través de la IA. Y hay gente que ya está empezando a buscar formas de reconstruir su relación con el arte para huirle a este escenario.
La gente que como yo tiene la suerte, posibilidad y privilegios de empezar una colección de música en vinilo es la expresión obvia de esto —y además, vale mencionar que esto está acompañado y estimulado por el mercado de la industria musical, que ve en la venta de ediciones limitadas, gramajes de alta calidad, booklets extendidos y demás un nicho súper rico para explotar—.
Por supuesto que tengo mis apps de música como siempre, pero los discos que tengo en vinilo, que me dan la experiencia sonora de ese pequeño crepitar de la púa de fondo y una calidez difícil explicar en palabras, sólo los puedo escuchar así, en la bandeja. Y en sí, eso requiere en algún punto una escucha más activa, como por ejemplo, tener que dar vuelta el disco cuando cada lado termina. El vinilo no te da portabilidad, no te da flexibilidad de poder saltear temas o hacer aleatorios, no te sugiere temas a continuación, ni ninguna de esas cosas propias de la era digital.
Y hay gente que da un paso más allá en su lucha en contra de lo que podría denominarse un consumo utilitarista y pasivo de la música: poner playlists de fondo para tapar el silencio.
Una muy interesante crónica de The Guardian cuenta algunas experiencias de personas que están sintiendo que el exceso de opciones hace que no se valore ninguna. Lxs hispanoparlantes tal vez no lo percibimos tanto porque no es nuestra lengua madre, pero la palabra streaming tiene una connotación inmensa: tiene sus sutilezas en la traducción, pero sería algo en el medio entre “transmitir” y “fluir”. Pensá en un arroyo o un torrente, para hacerla fácil.
Esta pequeña observación lingüística era necesaria porque en la nota, el multiinstrumentista Jared Elioseff —quien se dio de baja de Spotify hace tres años— traía un punto muy interesante respecto de este concepto: “El streaming hace a la experiencia de escucha mucho más pasiva. Antes del streaming de contenido, el único streaming era abrir una canilla. Y así se siente: es como abrir una canilla y que salga música, es algo que lleva a que todo el mundo lo de por descontado”.
En algún punto, también entra en juego la propiedad de la obra, noción que el mundo digital habilitó a repensar por completo. Con esto me refiero a que el día en que Spotify, Tidal o demás apps no funcionen más, se caigan o decidan no brindar acceso a algo, no tenés forma de discutirlo. En el terreno del software, tanto juegos como programas y suites de trabajo enteras están licenciadas: vos no sos el dueñx de lo que compraste, sino que tenés “permiso permanente para usarlo”.
Es una diferencia sutil pero importante, como quedó demostrado unos años atrás cuando Steam se confundió en los ceros y vendió el Sony Vegas Pro 18 a 14 pesos: como lo que compraste es el servicio, es cuestión de negártelo y asunto solucionado.
Por eso, y volviendo al tema musical, la lógica de las apps también está teñida de la cuestión corporativa, donde las mismas plataformas tienen puntos dignos de ser discutidos.
Me refiero por ejemplo a que su modelo de negocio no reparte las ganancias de forma muy justa con los músicos que le dan la materia prima con la que subsisten, o situaciones controvertidas con los contenidos que sponsorean, como pasó con Joe Rogan —negacionista de las vacunas contra el covid, misógino y un lindo etcétera—, que es host de un podcast que cerró un contrato millonario de exclusividad con Spotify. O yendo a un ejemplo más nacional, que el Método Rebord está en Spotify sólo porque una empresa lo sponsorea para compensar los bajos ingresos que le reporta, como explica acá Nico Dalmas (productor del podcast Buena Data).
Esto hace que haya una porción de usuarios que no quieran sentirse cómplices. Así es como nacen iniciativas que, en una mezcla de piratería, espíritu hacker y tecno-hágalo-usted-mismx brindan la posibilidad de armarse o desarrollar un servidor propio: un Spotify a medida, donde podés cargarle música —tu música, la que descargaste, la que compraste, pero tuya— y escucharla en cualquier lado.
Lo que es loco es que en la era en la que tenemos todo al alcance de un click, hay gente que voluntariamente restringe sus opciones para sentirse más libre. En lo personal, no creo llegar a estos niveles de desconexión digital, pero celebro y comparto entrar cada vez más en contacto con este placer táctil, analógico y material.
Y llamale efecto placebo, sugestión o como te parezca, pero hago propias como dice en la nota de The Guardian la música y docente Wendy Eisenberg: “La música para mí ahora suena mejor porque me tomé el trabajo de buscarla o descargarla. Siento la irreverencia espiritual de ese acto. Tomarme ese paso extra me hace sentir que no estoy recibiendo, sino haciendo, dedicada e involucradamente”.
¡Hasta la próxima!
¡Gracias por haber llegado hasta acá! Hoy fue una edición bastante más breve y reflexiva. Te cuento que vengo escribiendo bastante para ✨cositas✨ que ya iré adelantando cuando llegue el momento 🔥
Vamos como siempre con los links del final:
Rainbolt, un jugador de GeoGuessr (juego geográfico de adivinar dónde estás en un mapa online usando Street View), está en Sudáfrica preparándose para subir el Monte Kilimanjaro y jugar desde la cima. No puedo evitar preguntarme de dónde sacará el acceso a internet: a esa altura capaz se cuelga directo de un satélite.
Etermax, la empresa argentina desarrolladora de videojuegos detrás del Preguntados, empezó una importante ola de despidos, donde quienes tuvieron que dejar la empresa denuncian que fueron reemplazadas con ChatGPT. Podés leer un poco más acá.
Se estrenó la película de Barbie, y la revista Buzzfeed usó IA para armar el artículo “De Afghanistán a Zimbabwe: así sería la Barbie de cada país”. El resultado fue tan obviamente racista que les llovieron las críticas: podés pasar por este posteo de la revista Impact que reconstruyó toda la historia.
Excelente!
Excelente nota!
Te recomiendo que entrevistes a Gabriel Vinazza ('GEDE')... https://www.instagram.com/gabovinazza/
Escribió un libro, 'Usar pollo con polea', te va a gustar